Pekín
Llegamos al hutong y tiene el mismo encanto de siempre. Los tejados grises; el tendero sin camiseta y sorbiendo fideos; los viejos charlando al fresco, al lado de jaulitas con párajos y grillos; en la noche, las comadrejas corriendo por los tejados; las letrinas públicas, con vecinos saliendo de ellas en pijama; el pequeño restaurante con churros chinos y leche de soja de desayuno; los sonidos: un cling de bicicleta, un pitido de moto eléctrica, una vieja gritando, un niño riendo; una tendera preguntando de dónde somos; un niño mirándonos embobado y una niña diciéndole a M. lo guapa que es; el olor de comida siempre recorriendo las calles; tiendas abiertas hasta la madrugada; la calle Nanluoguxiang repleta y ruidosa, y la callejuela adyacente completamente silenciosa y oscura; las hierbas verde claro creciendo en los tejados; los viejos árboles cubriendo los patios; los siheyuan de viejos aristócratas, escritores, pintores; las nuevas casas de hutong decoradas al estilo de la dinastía Song, por medio millón de euros de alquiler al año; el canal y el agua iluminados por la luna; las ramas de los sauces en la noche, como pintados con tinta; los bares con músicos tocando dentro, con luces multicolores reflejadas en el lago negro; gorriones descansando en una rama. Volver a China es volver al hutong de Pekín.
Mientras los ruidos de las callejuelas me llegan desde la ventana, leo las memorias de Pearl S. Buck, My Several Worlds. Es un libro fantástico. Buck sabía mucho sobre China -mucho más que la mayoría de periodistas e intelectuales actuales-. Recibió una educación confuciana, creció en el campo chino, hablaba perfectamente el idioma, se codeó con los mayores intelectuales chinos del momento. A la vez, la mayoría de sus conversaciones y vida eran con gente común, desde los tenderos a campesinos a amas de casa. Tuvo una vida extraordinaria. Su pensamiento político es una mezcla de conservadurismo confuciano, optimismo americano y anticolonialismo popular.
Este último año mi dominio de la lengua china oral ha dado un salto importante y lo noto. En encuentros con tenderos y gente de la calle, se me abren nuevas oportunidades de conversación y descubrimiento que antes no tenía. Últimamente, he leído comentarios de que los chinos de a pie cada vez son más cerrados y suspicaces ante los extranjeros. Yo me he vuelto a encontrar la misma curiosidad y ganas de charlar de siempre.
Hay dos cosas que no paro de ver en las calles de Pekín: coches eléctricos y chicas disfrazadas al estilo de las dinastías de la China imperial.
Contrastes. Las calles de Pekín están generalmente limpias y ordenadas. Incluso en el hutong, donde hay cierto caos orgánico, no hay gran suciedad. Pienso en las grandes montañas de basura que veía hace unos meses en Delhi. O algunas calles de la Barcelona donde vivo.
En el transporte público y en las calles, no paro de ver mensajes gubernamentales pidiendo a los ciudadanos que se comporten de manera “civilizada” (文明). No tirar basura, entrar al metro de manera ordenada, no pisar la hierba, no fumar en los lavabos. En varios lugares, también vemos anuncios del gobierno alentando a los ciudadanos a practicar la piedad filial: llamar diariamente a los padres y visitarlos de manera semanal. El mensaje es que antes ellos cuidaron de ti, y ahora tú debes cuidar de ellos.
Una de las mejores maneras de apreciar la arquitectura, los jardines y el arte clásico chino es leer la novela Sueño del Pabellón Rojo. Ayuda a entender la intención poética de los espacios aristócratas chinos, y cómo eran entendidos como mecanismos de evocación e inspiración artística e intelectual. Ver estos espacios a través de esta novela refresca tu mirada, despeja el cliché repetitivo en el que han quedado embarrados.
Vuelvo a las memorias de Buck. Cuenta la anécdota del escepticismo de su jardinero chino al ver que la escritora prefería plantar rosas en vez de cebollas. Buck argumenta que, en plano estético, la sociedad china ha estado dividida en un pueblo llano agrícola y pragmático -que nunca plantaría una orquídea en vez de una col- y una aristocracia que se abocaba por gusto y estatus a los placeres estéticos anti-pragmáticos -flores, caligrafía, poesía, coleccionismo-. Al contrario que Japón, donde la belleza se cultivaba tanto por el pueblo como por las élites -y donde Buck también vivió un tiempo-, en China lo estético había quedado mayoritariamente relegado tras las paredes de los palacios aristocráticos. Pienso en estas líneas cuando, más tarde, voy a pasear y veo que en los jardines de los hutong los vecinos plantan verduras, pero -ahora- también flores. Las chicas de pueblo que vienen de vacaciones a Pekín se disfrazan al estilo de las concubinas de las viejas dinastías. Los vasos de bubble tea de las cadenas están decorados con motivos florales tradicionales. ¿Es la China actual la convergencia entre el pragmatismo agrícola del pueblo llano (老百姓) y el esteta aristócrata? Cada nuevo año que vuelvo a China, noto más atención al detalle estético.
Vamos a un barrio periférico y anónimo de Pekín, es decir, a un lugar mucho más representativo de la capital que los hutong. En un centro comercial, han montado un gran espacio en el que los niños pueden jugar y, en vez de montañas de arena o pelotas de plástico, hay una gran piscina de granos de maíz. Salimos fuera del centro comercial: la mayoría son edificios grises. Pero desde el autobús vemos nuevos parques -pequeños y decentes-, motas de verde que antes eran imposibles, pero que ahora van germinando en las ciudades chinas. Pensando en esto, me doy cuenta de que en ningún momento del viaje he pensado en la contaminación. Aquí, en este barrio periférico, también veo sin cesar coches eléctricos.
Visitamos algunas librerías, y me sorprende ver bastantes libros sobre Deng Xiaoping en las mesas de recomendaciones -entre ellos, la biografía de Deng de Ezra Vogel traducida al chino-. Después me entero de que es su 120 aniversario. Deng es, seguramente, el dirigente chino del que menos imágenes y estatuas ves en proporción a la importancia histórica que ha tenido.
El café es mucho más barato ahora que cuando llegué por primera vez a China en 2015. Si antes era difícil conseguir una taza por menos de 4 euros, ahora el precio puede bajar hasta unos 1,5 euros. Lo vamos a comprar a la famosa cadena Luckin Coffee. Vemos a dos baristas que no paran de hacer cafés en cadena, uno tras otro, de decenas de modalidades distintas. Llegan y llegan pedidos por Internet y el bucle nunca cesa. Hace poco leía noticias de baristas que le tiraron el café a la cara o se pelearon con clientes, porque estos se quejaban de que iban demasiado lentos. En algunas cadenas, los trabajadores tienen tiempo cronometrado para ir al baño y pausas irrisorias. El mundo digital chino es comodísimo. Pero detrás de él hay estos baristas, los riders que conducen como locos por no llevar un pedido tarde, los restaurantes abiertos hasta más de media noche y mandando pedidos. Comodidad construida sobre la explotación, en muchos casos, de jóvenes con estudios, pero con expectativas laborales frustradas. Nueva economía digital. Rapidez y ferocidad. De aquí creo que es de donde pueden estallar las mayores tensiones entre los jóvenes, y no por motivos políticos.
Cogemos el tren de alta velocidad en dirección a Sichuan. Cruzaremos la distancia de Barcelona a Berlín en nueve horas. Superamos los 300 km/h y el café de mi vaso no se mueve ni un milímetro. Miro la pantalla del tren. Hay vídeos de: la historia y el presente del Partido Comunista de China, con mensajes de servir al pueblo y desarrollar la ciencia y la tecnología; el potencial de los drones; una entrevista a un experto sobre Inteligencia Artificial; propaganda de un libro sobre negocios e identificar talento; publicidad de un libro para triunfar en el gaokao, la selectividad china; vídeos sobre el orgullo que es servir en el ejército chino; desarrollo y vida rural en el Tíbet; publicidad de diferentes regiones para atraer turismo.
Chengdu (Sichuan)
Nos quedamos en la zona central de Chengdu, al lado de la calle Chunxi. Rascacielos, luces, centros comerciales, modernidad masiva. El aroma mala del picante y pimienta de Sichuan llena las calles. La gente va vestida más moderna, atrevida, mostrando estilos y con atuendos más cortos. El ambiente es más liberal y relajado -es la capital LGTB de China-. La ciudad es de un verde más tropical que Pekín. Ya no puedo escuchar conversaciones ajenas: la mayoría de gente habla el geolecto sichuanés.
Cogemos un taxi mediante Didi, el Uber chino. El taxista tiene en la guantera un gran símbolo de la hoz y el martillo, la bandera de China y las palabras “Amar a la Patria”. Le doy conversación y me dice que le gusta España por el futbol y porque tiene buenas relaciones con China. Por los mismos motivos le caen bien los italianos, pero no le gustan los ingleses.
La primera noche, nos dejan delante de la puerta de la habitación del hotel una tarjeta en la que aparecen mujeres asiáticas con poca ropa, mucho Photoshop y un número de teléfono.
Cruzamos una de las plazas principales de Chengdu, donde hay una enorme estatua de Mao Zedong. Nos paramos a descansar unos minutos a la sombra. Una niña de unos seis años se pone a charlar sin freno con nosotros. Una de las primeras informaciones que nos da, señalando a la estatua, es: “Este es nuestro líder Mao. Pero ya está muerto. Ahora nuestro líder es Xi Jinping.” De la política, salta a preguntarnos cuál es el animal nacional de nuestro país y cuál es el animal más grande que tenemos. Nos dice que de mayor viajará a España para estudiar nuestra cultura. Nos pide que nos hagamos una foto con ella y nos da caramelos.
En el Museo de Sichuan, veo por primera vez las intrigantes máscaras de Sanxingdui. Ha sido imposible reservar entradas para el Museo de Sanxingdui en las afueras de la ciudad. Esta misteriosa civilización fascina a los chinos: les encanta decirte que Sanxingdui fue creada por aliens. En términos más terrenales, Sanxingdui es un hallazgo impresionante porque pone en duda la narrativa tradicional china de que la civilización del país nació en la región del Río Amarillo y se extendió al resto del territorio. Parece que, en cambio, había varias civilizaciones en diferentes puntos de China que poco a poco fueron coaligando en algo común.
En el centro de Chengdu, han montado un lujoso centro comercial divido en diferentes edificios inspirados en las formas arquitectónicas tradicionales. El centro comercial rodea un viejo templo budista. Pero, al entrar en él, todo -las estatuas, las pinturas, los muebles- parece totalmente nuevo.
Cuando vamos a una farmacia por ciertos problemas estomacales, nos dan una medicina con un compuesto del que nunca habíamos oído hablar. No nos fiamos y vamos a otra: nos dan exactamente lo mismo. En Internet, miramos que se trata de medicina tradicional china.
En el metro, no paramos de ver multitudes de jóvenes disfrazados de cosplay de series de anime japonesas. En el plano cultural, me da la sensación que la influencia de Japón en China es mucho mayor que la de Occidente.
Voy al barrio tibetano de Chengdu. Es como viajar a otro mundo. Las caras más morenas, las mandíbulas marcadas, cabellos largos. Las tiendas tienen los carteles en tibetano, la lengua que oigo es distinta y totalmente ajena. Hay un mercadillo de antiguedades y objetos religiosos; las señoras que venden apenas prestan atención cuando me acerco y no tienen ganas de regatear. Un chico se acerca y con voz calmada me pregunta de dónde soy, qué conozco de la cultura tibetana y se ofrece a ayudarme a entender qué es cada símbolo religioso. Voy a otro puesto donde me dicen que tienen monedas de tiempos del Imperio Tibetano. El mercadillo está alrededor de un centro comercial lleno de restaurantes y tiendas tibetanas. Veo a señoras vestidas con trajes tradicionales, algunos monjes budistas, hombres con sombreros de cowboy… pero también un chico de facciones tibetanas vestido a lo punk y chicas con tatuajes. Varios mundos dentro de este mundo aparte.
Vamos al Museo de Arte de Sichuan. Hay una exposición de pinturas de la etapa socialista. Me impresiona una que parece la clásica pintura vertical de paisaje china, pero en vez de caminos hay trenes, y en vez de templos, postes eléctricos. En otra, aparecen mujeres vestidas con el traje tradicional tibetano trabajando entre las llameantes chispas de una siderúrgica.
El snack típico de Chengdu es la cabeza de conejo picante. Los niños ya toman snacks desde muy pequeños: vemos una niña de apenas tres años moviendo con alegría un pincho de huevos de codorniz picante, o un niño de cinco devorando grandes trozos de carne de cordero. En una pared, un enorme mural dedicado a los pioneros, la organización estudiantil del Partido a la que se unen los niños de la escuelas, todos con su reluciente pañuelo rojo atado al cuello.
M'ha encantat, Javier! Ganes de llegirla segona part!