Notas sobre mi viaje a China de este verano
[Artículo originalmente publicado en catalán en el Diari Ara en dos partes: Parte I (06/10/23) y Parte II (25/10/23)]
Este verano he viajado dos semanas a China, cosa que no hacía desde 2019. El país quedó sellado por las políticas contra la covid-19 y, para muchos de nosotros, la única manera de saber qué pasaba era a través de los medios de comunicación, amigos chinos o redes sociales. Desde que trabajé como corresponsal en Pekín el 2016, he intentado ir a China cada año. Me interesa ver qué va cambiando y qué no. También explorar el país a través de nuevas geografías: este verano he viajado por ciudades próximas al río Yangzi, desde la burbuja occidentalizada de Shanghai hasta la retrofuturista Chongqing. El viaje, sobre todo, me ha servido para ver cómo se ha transformado China durante estos últimos años de pandemia.
Uno de los cambios más chocantes han sido las conversaciones pesimistas sobre la economía. En la China precovid, era extraño encontrarte chinos negativos con el futuro del país. Durante mi viaje de este verano, sin embargo, he hablado con decenas de chinos de edades, trabajos y orígenes diferentes, y ninguno de ellos me ha ofrecido una perspectiva positiva sobre la economía china.
Recuerdo una sobremesa con un economista en la que me confesó que, después de años de desmentir relatos alarmistas de los medios occidentales, ahora estaba preocupado de verdad. Me citó diferentes factores: problemas de deuda, caída de los precios de la vivienda -por lo tanto, caída del poder adquisitivo de muchas familias-, sanciones occidentales, crisis de confianza y alto paro juvenil. Ninguna de las personas con quien hablé creía que habría una crisis económica grave. Más bien, veían difícil que China pudiera volver a los buenos tiempos donde la economía crecía a niveles altos y parecía que hubiera oportunidades por todas partes. La sensación no era de catástrofe, sino de pesimismo.
El cambio más chocante que me encontré durante el viaje, sin embargo, ha sido el ecosistema digital autónomo que China ha construido, y que puede resultar extrañísimo para cualquier occidental. Un ejemplo: en las dos semanas que viajé por el país, no tuve que utilizar en ningún momento efectivo o tarjeta de crédito. Todos los pagos se hacían a través de dos mega-apps: WeChat y Alipay. A través de estas aplicaciones también pagas el transporte público, alquilas bicicletas, despachas facturas o reservas hoteles. Si no tienes estas apps, la vida se te complica infinitamente, puesto que muchos negocios o servicios no aceptan otra forma de pago.
Esta transición total en el mundo digital hace que florezcan muchos negocios -cualquier persona que quiera inspiración en startups digitales debería viajar a China-, pero a la vez ha creado una gran barrera tecnológica para los turistas extranjeros. Durante mi viaje, además, la aplicación VPN que me había descargado para saltarme la censura china (y poder utilizar, por ejemplo, Gmail o Twitter) en ningún momento me funcionó. Para muchos chinos esto quizás no es un problema: de toda app extranjera hay una alternativa china. Para mí, como occidental, saltar a este mundo digital paralelo y autónomo fue extraño, fascinante y, sobre todo, revelador de la dirección en la que va el país.
Otro cambio importante que me encontré son los jóvenes chinos y sus expectativas y preferencias de futuro. En la China precovid, la mayoría de los jóvenes con los que había hablado querían trabajar en el prometedor sector privado chino. Ahora, en cambio, hay muchos que han marchado a hacer carrera a empresas estatales o quieren ser funcionarios. En un contexto de paro juvenil urbano del 20%, muchos jóvenes ven trabajar para el Estado como una apuesta segura de empleo estable. También les garantiza no tener los horarios abusivos de muchas empresas privadas. Todavía te encuentras jóvenes chinos que quieren arriesgar -recuerdo uno que me explicaba sus planes emprendedores en África-, pero trabajar para el Estado se ha vuelto una elección mucho más común, cuando en la China precovid era la típica opción que solo te planteaba una persona de 50 o 60 años.
Otra tendencia que he notado que crece es la de las mujeres chinas que no se quieren casar ni tener hijos. Un matiz: no lo quieren hacer si esto comporta tener que parar su carrera laboral y hacer todas las tareas del hogar y de crianza de los hijos. Te lo argumentan de manera económico-racionalista -tal como se suelen justificar los matrimonios en China-: tener hijos no me sale a cuenta. Su decisión, sin embargo, les comporta una enorme presión y recriminaciones familiares y sociales. Hablando con mujeres chinas te das cuenta de que, para muchas de ellas, la opresión que sienten más viva no es la política, sino la social.
El último gran cambio que he observado durante mi viaje en China ha sido en la imagen geográfico-histórica que tengo del país. Mi ruta fue por ciudades que se consideran del Sur de China: Shanghai, Nanjing, Changsha y Chongqing. El estereotipo habitual es que los chinos del Norte son los interesados en política y los chinos del Sur se preocupan más por los negocios. Que la civilización china se creó en el Norte, alrededor del Río Amarillo, y que el Sur y otras periferias fueron regiones bárbaras posteriormente civilizadas. Pero, si miramos la mayoría de grandes líderes chinos del último siglo -Sun Yat-sen, Chiang Kai-shek, Mao Zedong, Deng Xiaoping- todos son chinos del Sur.
Cuando te alejas de la presión política de Pekín y de la burbuja occidentalizada de Shanghai, cuando viajas a las provincias chinas, te das cuenta de que las centenarias diferencias regionales todavía importan. El Partido Comunista ha conseguido unificar el país y crear un relato nacional. China, ahora mismo, se caracteriza más por su homogeneidad que por su diversidad. Pero todavía recuerdo cuando un joven de Hunan, la provincia donde nació Mao, se me quejaba de que se hubiera escogido el mandarín de los bárbaros manchús del Norte como lengua china común.