Notas de un viaje austro-húngaro (II)
En el anterior post conté la primera parte de nuestro viaje por el antiguo Imperio Austro-húngaro (Viena y Eslovaquia). Hoy toca la segunda parte: Budapest y Timișoara (Rumanía).
Budapest
Cuando uno viaja en tren desde Eslovaquia a Hungría, lo primero que le llama la atención es el cambio de geografía: de bosques frondosos a llanuras anchas y soleadas. Pero lo que más impacta, indiscutiblemente, es la grandeza del Danubio a orillas de la vía del tren.
Budapest tiene una personalidad clarísima. En cada rincón hay algún detalle lleno de belleza, en cada fachada hay un motivo clasicista (unas ménades, unos titanes sujetando un balcón…). Todo está ligeramente dejado, pero a la vez conservado. Es difícil encontrar una calle fea e impersonal. La vida y la historia se mezclan, no como en Viena, donde la parte histórica y en la que transcurre la vida real están separadas. En este sentido, Budapest se parece a Barcelona. También se practica el hedonismo de terraza. Estampa: las vistas espléndidas del Danubio al atardecer, las colinas de Buda, las gaviotas volando y el hermoso Parlamento renacentista de fondo. Una de las ciudades más bellas de Europa.
En los museos de historia de Budapest se percibe el choque entre el conservadurismo (mantener la tradición; por ejemplo, las hermosas ruinas medievales) vs. el reaccionarismo (resucitar lo muerto; como el caso de un antiguo salón real del que han construido una réplica exacta, forzada e inverosímil). Como detalle, de paseo nos encontramos por casualidad con un café dedicado a Roger Scruton.
A pesar de la defensa de la familia tradicional que hacen Orbán y los suyos, Hungría es el país de nuestro viaje austro-húngaro en el que nos hemos topado con más prostíbulos (los llaman con eufemismo Gentleman’s Club) y locales de striptease.
Visitamos el Museo del Terror de Budapest. Tiene una narrativa clara: ni nazismo, ni comunismo. Europa Central y del Este fueron las regiones del continente que más sufrieron bajo ambas fuerzas. La narrativa del museo es que Hungría estuvo privada de su independencia tanto bajo el gobierno fascista, títere de Hitler, como el comunista, controlado por Moscú. El museo dedica su mayor parte a la etapa comunista y la historia que narra es de blancos y negros: no había nada beneficioso en el sistema comunista y en realidad todo el pueblo estaba en contra del régimen. Un relato que no es realista: obviamente, había sectores pro-régimen entre la población, como en cualquier otro régimen autoritario. Si nos encontráramos en un país recién salido de una dictadura, entenderíamos esta propaganda contra la propaganda comunista: hay mitos fundacionales que necesitan reforzarse cuando apenas han nacido. Pero en un país que ya lleva décadas como democracia, en un museo histórico se esperaría más rigor y menos épica: es lo que hemos encontrado, por ejemplo, en Bulgaria o Rumanía, donde la etapa comunista se explica desde el rechazo democrático pero con más rigor histórico.
Bañarse sin prisa en unos baños termales, rodeados de estatuas y edificios clásicos, es una de las grandes delicias de Budapest. Hay desde instagrammers posando junto a un Adonis, a grupos de viejos jugando al ajedrez con medio cuerpo metido en la piscina.
Visita a la sinagoga de Budapest, la más grande de Europa. Ya nos habíamos cruzado con judíos ultraortodoxos varias veces por la calle. La sinagoga es impresionante, tanto dentro como por fuera. La entrada incluye un guía que explica de manera excelente y rigurosa la vida judía de Budapest en los siglos XIX y XX. Recuerdo que Koestler o Herzl nacieron aquí. Budapest es una isla (unos 80.000 judíos viven allí) frente al genocidio y la desaparición de la vida judía que sufrió Europa Central. Un fantasma que te recuerdan constantemente las viejas sinagogas, casi todas vacías, muchas derruidas, que ves por todos las ciudades y países de la región.
Timișoara (Rumanía)
Desde el tren a Rumanía vemos campos de trigo, de girasoles, contenedores llenos de carbón… A mi lado, dos mochileros extranjeros que se acaban de conocer descubren que han hecho casi exactamente la misma ruta de ciudad en ciudad por Europa. Turismo burbuja, aunque de hostel barato y bocadillo de supermercado.
Al cruzar la frontera de Hungría a Rumanía, se nota la bajada de desarrollo. Todo parece un poco más rural, hay basura acumulada al lado de los raíles… Sin embargo, si uno mira el PIB per cápita, Hungría y Rumanía no son tan distintas:
Aunque geográficamente no forme parte de la región, se nota un claro ambiente Mediterráneo en Rumanía: por el clima, por el idioma, por las viñas al lado de la vía del tren… A la vez, ves de lejos iglesias de formas y colores psicodélicos, recordándote que estás en territorio ortodoxo.
Cuando llegamos a Timișoara, en el barrio periférico de la estación de tren, impacta ver tantas casas con fachadas descascarilladas o directamente abandonadas y en ruinas. Más al centro de la ciudad, todo está un poco más arreglado, pero los edificios siguen con grietas o partes rotas. Nos recuerda un poco a Bulgaria: como en el piso en el que estuvimos en Sofía, la puerta de nuestro apartamento en Timișoara estaba oxidada y parecía la entrada a un piso de narcos. Las zonas comunes interiores también estaban dejadas: un pasillo con el techo agrietado, unas escaleras de piedra medio rotas… En cambio, una vez uno entra en el espacio privado del apartamento en sí, todo está perfectamente arreglado y sin una grieta. Esta distinción entre los espacios comunes dejados y el interior privado cuidado es algo que también experimenté en China: ¿será que en los países postcomunistas no se cuidan las zonas comunes?
Un asunto diferente es la calle, el espacio público y exterior: al contrario que en Sofía, en Timișoara el pavimento está arreglado y no vimos aceras destruidas como en ciertos barrios de Bulgaria. Rumanía y Bulgaria son un fenómeno comparativo fascinante: aunque partieron de situaciones casi iguales en los años 90, los rumanos han mejorado bastante más económicamente, en índices de corrupción, gobernabilidad… mientras que Bulgaria se ha quedado más estancada:
Tomamos algo en una calle que podría ser perfectamente de un pueblecito italiano. Hay muchos músicos callejeros. Las mujeres gitanas llevan vestidos tradicionales muy coloridos y hermosos, de reminiscencias índicas.
A pesar de sentirnos en un país distinto a los anteriores que hemos visitado, esta “diferencia rumana” en realidad no es tanta: estamos en el Banato, zona rumana de fuerte influencia étnica alemana. Solo estamos viendo la parte más “occidental” de Rumanía y ya nos impacta. Es, definitivamente, un país interesantísimo al que quiero volver.
En una cafetería, nos viene una niña pequeña a vendernos cucharas de madera. Hacía años que no veía algo así: creo que es la primera vez que me pasa en Europa, y no en Asia o en Latinoamérica.
Vamos al Memorial de la revolución contra Ceaușescu, revuelta que empezó en Timișoara. El edificio está hecho polvo, parece un antiguo colegio. Las escaleras rotas y el techo agrietado. Al acabar la visita, a uno le ponen una película-documental sobre la revolución hecha con Movie Maker y con la música épica de El Señor de los Anillos… A pesar de estos detalles, el discurso de la exposición es mucho más matizado y riguroso, más demócrata que nacionalista, que el que vimos en Budapest. Por ejemplo, dejan claro que para ellos es una vergüenza que, en un país que quería ser demócrata, a los Ceaușescu se les ejecutara después de un juicio express y sin garantías.
En Timișoara, paseando sin rumbo, uno se encuentra con vestigios de la época austro-húngara totalmente abandonados a la vez que integrados en la vida presente. Es un gran museo al aire libre al que nadie hace caso. Uno tiene que esforzarse para descubrir el pasado en los pequeños detalles: cuando los descubre, sin guías ni aglomeraciones turísticas, uno se siente emocionado y conectado con la historia.