Yangshuo
En el tren de Chengdu a Yangshuo, vemos desde la ventana grandes extensiones de montañas color verde claro, con pequeños pueblos a sus pies. Las aldeas que cruzamos son humildes, pero decentes: todas tienen una buena infraestructura básica de edificios y carretera, los campos de cultivo están ordenados, y no hay las grandes acumulaciones de basura, chabolas o miseria que se pueden ver en otros países en desarrollo. A la vez, la vida agrícola sigue su curso: en muchos patios, vemos que los campesinos dejan a secar al sol su cosecha. Estos pequeños pueblos son una buena estampa del desarrollo de China.
Aunque estamos cruzando zonas rurales, cada quince o veinte minutos pasamos por una pequeña ciudad anónima en la que siempre hay, como mínimo, cuatro o cinco rascacielos.
Cuando llegamos a la estación de Yangshuo, nos rodean las verdes y altísimas montañas características de la zona. La taxista que nos lleva al hotel es de tez más morena. En la provincia de Guangxi, de la que Yangshuo forma parte, casi el 40% de la población es de una minoría étnica.
Nuestro hotel está situado en una zona rural a las afueras de Yangshuo, bordeando el río Li. Casi todas las casas tienen altares rojos y fotos de los ancestros en la entrada. Algunas todavía tiene pósteres de Mao. La gente mayor toma el fresco; vemos algunas mujeres de aspecto centenario que pasan las horas en trance, con una mirada seria y eterna. Hay un enorme árbol en medio del pueblo con un cartel que indica que tiene 300 años. Algunas casas ponen a secar al sol verduras, maíz o plumas de gallina. En las cuerdas para tender, uno ve tanto ropa interior como fajos de judías. Por la calle, uno se cruza con gallinas, patos o los enormes gallos chinos. Me cuesta entender a la gente local: me hablan mandarín, pero pronuncian algunos sonidos de manera distinta. Aunque todo parece parte de un viejo mundo rural, por las calles uno no para de encontrarse a grupos de niños jugando o en bicicleta. Nos fijamos en que casi todas las casas han construido extensiones hacia arriba, añadiendo una segunda o tercera planta. Cuando llega el dinero, los hogares crecen en vertical M. dice que todo le recuerda profundamente a la vida en el pueblo de su familia en Andalucía.
Nuestra rutina diaria es dar un paseo por la orilla del río. No aspiramos a verlo todo en Yangshuo o Guangxi: aspiramos a curiosear y disfrutar lo que tenemos a uno o dos kilómetros a la redonda. Unos días de “vacaciones de pueblo” en un pueblo de China. En el borde del río crecen gigantescos bambús. Veo una familia cortando algunos para sacar el brote comestible. Unos enormes y negros búfalos de agua comen hierba apaciblemente. Vemos gallinas y patos corriendo por la orilla: parece que la gente los deja a su aire para que se alimenten. De golpe, oímos una música estruendosa y aparece un todoterreno enorme cargado de jóvenes chinos, cruzando a toda velocidad la orilla y la parte poco profunda del río. Los niños que estaban bañándose o buscando animales se giran a mirarlo, animados. Ya anochece y la orilla de enfrente, donde está la ciudad de Yangshuo, se llena de luces de todos los colores. Las montañas parecen enormes gigantes negros. Vemos las sombras de las barcas y los pescadores, que aprovechan la hora nocturna, más fresca y calmada.
Pese a esta estampa agrícola, la economía de la zona depende claramente del turismo. En el pueblo hay mucho hotel, restaurantes y tiendas de alquiler de motos. Sin embargo, con lo que uno se topa habitualmente es con la vida local: el turismo no la ha devorado. Al atardecer, todas las puertas de las casas están abiertas o medio abiertas, y uno puede ver dentro a las familias cenando. En la sala-comedor que todas las casas tienen en la entrada no pueden faltar dos cosas, independientemente del estatus económico: el altar rojo a los ancestros y una enorme televisión de plasma.
Cada mañana desayunamos deliciosos fideos de Guilin en un puesto que una familia ha montado delante de su casa. Los fideos de arroz contrastan con la acidez de las verduras encurtidas y el crujiente bacon. Cuando uno pasea por el pueblo, los restaurantes aparecen de manera insospechada: desde una casa, una señora nos dice con la mano que entremos, nos hace subir unas escaleras y vemos que ha montado una extensión con algunas mesas de restaurante. Desde allí se ve el río y el patio de la casa, donde hay ropa y verduras puestas a secar. La señora nos cocina un pescado de río con tomate exquisito. Hace un par de días, en la ciudad de Yangshuo, comimos en una “cocina privada”que encontré de casualidad: básicamente, se trata de una habitación-restaurante que una familia monta en su casa, y que se diferencia del resto de restaurantes por su toque casero y porque los productos son comprados frescos y al momento en el mercado de al lado -literalmente, le dijimos a la propietaria qué queríamos, cogió su moto eléctrica y se fue al mercado-. Como en Occidente, en China también hay un “revival” de la gastronomía auténtica y casera. En el pueblo, tomamos la cerveza local, que se llama “1998”: leo que tiene este nombre porque fue el año en el que Bill Clinton visitó Yangshuo y elogió esta marca de cerveza. Parece que las actuales tensiones entre Estados Unidos y China queden lejos.
En un restaurante del pueblo, la propietaria me pide que le ayude a traducir el menú a una extranjera que ha entrado. Es una chica alemana de madre española. Nos ponemos a hablar con ella. Acaba de llegar a Hong Kong para estudiar, pero ha venido a pasar unos días a Guangxi, aunque sin Internet en el móvil y pagando en efectivo, algo inconcebible en la China de hoy. Pero entonces pienso cuando yo llegué a China por primera vez en 2015: no había Alipay o Wechat para pagar, ni Didi para pedir taxis, ni buenos traductores en el móvil… Todo era más complicado, pero, a la vez, facilitaba la aventura y las interacciones espontáneas. Más tarde, en el hotel, leo la biografía de Jonathan D. Spence sobre el jesuita Matteo Ricci, que viajó y vivió muchos años en la China del siglo XVI. En esa época, viajar a Asia solía implicar en muchos casos ya nunca más volver a Europa. Uno tardaba en recibir la respuesta a una carta entre unos cinco o siete años.
Alquilamos una barca para hacer un paseo por el río. La conductora parece de una minoría étnica. Nos informa de que los barcos son propiedad -y ella es empleada- de una empresa pública del gobierno provincial. Miramos hacia la orilla y vemos todo de pequeñas barcas en fila con un enorme pájaro en cada una de ellas. Pienso que quizás podremos ver la tradicional pesca con cormorán de la región. Pero las barcas ya no están para eso: en cada una de ellas hay una turista disfrazada con un vestido de minoría étnica local, haciéndose una sesión de fotos con el pájaro, la barca y las verdes montañas de Yangshuo. Un pescador de barba larga, en una hamaca y bajo una sombrilla, mira la escena. Al volver al pueblo, vemos que han llegado una treintena de adolescentes de un instituto. Cada uno de ellos saca una libreta de dibujo y se pone, con calma, a pintar las escenas rurales que encuentra.
Cometemos el error de ir a la ciudad de Yangshuo para cenar. Está absolutamente llena de turistas, no hay apenas espacio para caminar. No sabemos de dónde ha podido salir toda esta masa de gente. En una de las grandes rotondas de la ciudad, han construido una gigantesca estatua de un leopardo rosa vestido con traje y corbata. En varios restaurantes se anuncia bien grande que la especialidad es la carne de perro.
Un señor del pueblo sale de la casa y nos saluda en inglés. Nos dice que es profesor jubilado y aprendió a hablar inglés leyendo libros y hablando con los extranjeros que venían por Yangshuo. Nos dice que ahora apenas hay turistas extranjeros, pero sigue habiendo muchos turistas chinos. M. me comenta que, durante todo el viaje, no ha habido ni un hombre que le dirigiera la palabra durante una conversación mientras estaba conmigo.
Paseando por la carretera, entre campos de cultivo. Vemos una familia montados todos en una misma moto, sin cascos. Al borde del camino hay pequeños palillos rojos de incienso, clavados en la tierra y casi consumidos. En una esquina, a pocos metros de un patio con gallinas, un puesto de carga de coches eléctricos.
Shanghai
Solo llegar a Shanghai, nos damos cuenta de que hay muchísimos más extranjeros que en el resto de lugares de China que hemos viajado. Caminamos por la zona de viejos edificios coloniales. Muchas tiendas de café, panaderías occidentales, pubs para tomar whisky… Shanghai juega y se aprovecha del rechazo/atracción que lo occidental genera en China. La cola más larga que vemos es para una tienda -dentro de un hotel art deco diseñado por un húngaro en los años 30- en la que el producto estrella son las palmeras que un chef francés empezó a cocinar en los años 40, en el Shanghai occidentalizado que para algunos era símbolo de modernidad y, para otros -incluídos los comunistas de Mao-, un agujero de hedonismo y decadencia.
Visitamos el único trozo que queda de la antigua muralla de Shanghai, al lado de un templo taoísta. Está rodeada de tiendas de lujo. Nos disponemos a cruzar por una calle de aspecto agradable, pero un guardia de seguridad nos para y nos dice amablemente que se trata de un pasaje privado. Unas calles más atrás, hemos pasado por el edificio donde se fundó el Partido Comunista de China.
Hay el Shanghai extranjero y pijo, pero también hay un Shanghai popular. Por la mañana, entramos a un restaurante a comer nuestros habituales churros chinos y leche de soja. Un grupo de abuelos comentan sorprendidos que haya entrado un extranjero que sepa hablar chino -lo que da la idea del cuestionable porcentaje de población foránea que hace el esfuerzo de aprender el idioma-. Vamos a un “longtang”, el equivalente en Shanghai a los hutong de Pekín. A través de una puerta de piedra gris se entra a un conjunto de callejuelas donde se acumula ropa colgando a secar, bicis, vecinos tomando el aire, familias con una pequeña mesa cenando, y plantas y pequeños jardines improvisados. Cogemos un bus y me doy cuenta de que el altavoz da instrucciones en mandarín, pero también en el geolecto de Shanghai.
Quedamos con mi antigua profesora de chino en Barcelona, que es de Shanghai. Paseamos por las calles, bajo la sombra de los plataneros. Nos hace una ruta para enseñarnos los edificios -teatros, cines, hoteles, restaurantes- del Shanghai moderno y occidentalizado de los años 20 y 30. También me insiste en que vea la nueva serie de Wong Kar Wai Blossoms Shanghai, sobre la explosión económica de la ciudad en los años 80. Me dice que la gente de Shanghai es muy civilizada y no escupe ni se pone en cuclillas; le digo que esta mañana he visto gente haciéndolo, se le escapa una risa culpable y me dice que seguramente eran turistas. Cruzamos algunas calles y me dice que muchas de las avenidas de Shanghai le recuerdan a Barcelona. Estoy de acuerdo: algunas fachadas podrían estar en ambas ciudades.
Vamos al Templo del Buda de Jade. El interior está totalmente renovado, con estatuas de buda nuevas y brillantes, techos y suelos relucientes… lo que da una sensación de ausencia de tradición. Pero hay dos joyas relativamente escondidas. Una es un mural-diorama lleno de pequeñas estatuas de madera vieja de personajes y figuras budistas. El otro, una estatua de Buda hecha totalmente de jade blanco y puro. Es hermosísima: la luz lo cruza y ofrece una visión celestial. Impacto: es la primera vez que me quedo realmente absorto ante la belleza de un Buda.
Shanghai es la ciudad donde hemos visto más mendigos de toda China -en las otras, es muy difícil toparse con uno-. Vemos que algunos de ellos han improvisado camas en un parque. Nos cruzamos con otro que está gritando y sufriendo un ataque de demencia. En el Bund, el paseo icónico de la ciudad, en la terraza de un edificio nos informan de que si queremos tomar una copa en el exterior, el consumo mínimo está alrededor de los 50 euros.
Nos metemos en un edificio que resulta ser un centro comercial totalmente dedicado al anime japonés. Está repleto de gente joven. En la planta de arriba, hay videojuegos de realidad virtual. Estos días, no he parado de ver anuncios y productos de Shin Chan. Es curioso: el humor de Shin Chan podría ser perfectamente chino y, a la vez, la serie tendría todos los puntos para estar censurada en China.
Taxi camino al aeropuerto. Como no, coche eléctrico. El conductor es un chico joven que se ha adecuado la silla del vehículo como si fuera la de un gamer. Al empezar el viaje, pone una música épica que podría ser la de un videojuego de fantasía. En pleno trayecto, va tocando una enorme pantalla donde hay centenares de indicaciones sobre la carretera y el vehículo. Va avanzando coches y camiones con precisión milimétrica y a toda velocidad. Al llegar al aeropuerto, respiramos aliviados.