Tres postales de mi viaje a India
El autoritarismo de Modi, el sincretismo islamo-hindú y digitalización entre pobreza extrema.
Los siguientes textos fueron publicados en el Diari ARA en las últimas semanas, los dos primeros antes de que se conociera el resultado de las elecciones en India. Si hubiera sabido el desenlace, mi tono habría sido ligeramente más optimista.
La democracia iliberal más grande del mundo
Desde el taxi, veía como la gente se lanzaba agua y polvos brillantes -naranjas, rojos, azules-. Delhi estaba bañada en colores. Había llegado a la capital india durante el Holi, el festival más alegre y gamberro del país. Pero mi taxi me llevaba lejos de las calles del Delhi popular. Llegamos a una zona rodeada de una enorme valla y guardias de seguridad. Entre las rejas, podía ver jardines verdísimos y grandes mansiones. Al llegar a la fiesta donde me habían invitado, fui recibido con polvos multicolores, salpicaduras, cerveza y música de Bollywood. Me fijé en una mesa llena de pistolas de agua. La mayoría de ellas tenían estampada la cara del primer ministro Narendra Modi.
“Veo que los organizadores de la fiesta son del BJP, ¿no?”, le pregunté a la amiga que me había invitado, refiriéndome al partido nacionalista hindú que gobierna India. Desde 2014, Modi ha consolidado un modelo de autoritarismo blando que combina crecimiento económico, discurso antiislámico, más protagonismo internacional de India y medidas restrictivas contra medios de comunicación y partidos opositores.
“Toda la gente de esta fiesta son empresarios”, me dijo mi amiga, “te dirán que no les gusta lo que Modi dice de los musulmanes... pero que la economía va bien e India se ha convertido en una potencia mundial... y que mejor mirar hacia otro lado, hacia el futuro.”
Modi es un populista autoritario diferente a los de Occidente. En Europa o los EE.UU., la nueva derecha crece gracias a los perdedores de la globalización -zonas rurales, pobreza-. En cambio, Modi es más popular entre los indios ricos y alto nivel educativo. Por supuesto, también es el político preferido de la mayoría hinduista, que representa el 80% de la población del país.
La última vez que había viajado a India fue en 2019. Ahora, la figura de Modi me ha parecido mucho más omnipresente. En todas partes de la capital no paraba de ver propaganda con su cara, anunciando la reciente presidencia india del G20. “Nunca India había sido tan respetada. Por fin tenemos un líder que el mundo conoce”, me decía un seguidor de Modi.
No todo el mundo está satisfecho. Días más tarde, con unos amigos nos topamos con una gran manifestación. “Han detenido al jefe de gobierno de Nueva Delhi, uno de los principales opositores al BJP”, me dijeron. En los últimos años, las investigaciones anticorrupción han afectado desproporcionadamente a los partidos contrarios al gobierno. La fuerza de izquierdas tradicional, el Congreso, está en horas bajas y sin liderazgo carismático. Hay partidos localistas fuertes que pueden hacer frente al BJP a escala regional, pero no nacionalmente. “Minorías como los musulmanes no levantan la voz para evitar represalias”, me explicaron. Las restricciones a la prensa, Internet y redes sociales cada vez son más frecuentes. De abril a junio, habrá elecciones generales. Todo apunta a que el modelo de Modi se consolidará de cara a los próximos años.
Esperanza y tragedia de la minoría musulmana
Los peregrinos compran cestos de pétalos de rosas y telas de colores. Nos sacamos los zapatos y entramos por una serie de pasillos claustrofóbicos, donde hay decenas de mujeres y niños sentados en el suelo. El número de gente va creciendo. Finalmente, salimos a un patio con una estructura blanca en el centro donde, adentro, se encuentra la tumba del santo. Es mediodía de viernes. Ya se empiezan a escuchar algunos cantos. Cuando llegue la noche, el patio se llenará de música y algunos de los presentes empezarán a bailar poseídos por delirios místicos. Entramos y vemos la tumba, totalmente cubierta de pétalos rojos y más y más mantos multicolores. Estamos en Delhi y por el ambiente podríamos pensar que nos encontramos en el templo de una divinidad hindú. Pero, en realidad, delante tenemos la tumba islámica del santo sufí Nizamuddin.
La religión musulmana adopta formas particulares en India. Lejos queda la austeridad y el rigorismo del Islam venido del Golfo Pérsico. De Nizamuddin vamos a Jama Masjid, la mezquita más importante de Delhi. Mirando a la gente que entra es difícil, por ejemplo, encontrar muchas diferencias entre el vestuario de las mujeres musulmanas y las hindúes. Hace calor y es media tarde: las familias se sientan a tomar té a la sombra de la mezquita. Adentro, hombres y mujeres comparten el mismo espacio, de manera indiferenciada.
La historia de los musulmanes en India tiene matices -como cualquier historia-, pero, en general, ha sido una experiencia de integración y tolerancia. La cultura de los últimos siglos en el norte de India ha sido, fundamentalmente, hindú-musulmana. El imperio mogol, que hinduizó su Islam original, produjo ejemplos reputadísimos de emperadores tolerantes y liberales, como Akbar, pero también de tiranos fundamentalistas, como Aurangzeb. En todo caso, los musulmanes indios destacan por su apertura al pluralismo y rechazo del fundamentalismo: cómo ha explicado Fareed Zakaria, casi no ha habido casos de musulmanes indios en grupos islamistas radicales. Si uno quiere demostrar que el Islam es perfectamente compatible con la tolerancia y la democracia, pocos ejemplos mejores hay que el caso de India.
Las últimas décadas, sin embargo, no han estado exentas de conflicto. Con la partición de India y Pakistán, la violencia entre hindúes y musulmanes se disparó. Las élites seculares de la nueva república india, en todo caso, apostaron por un modelo de protección de las minorías. Pero la oposición nacionalista hindú nunca compró esta visión. El BJP del actual primer ministro Modi ha avivado tensiones antimusulmanas y destrucciones de mezquitas. Su discurso es de venganza histórica, contra la dominación mogol que duró siglos.
Los musulmanes indios son la minoría más grande del mundo, con unos 200 millones de miembros. Solo hay un país con más musulmanes: Indonesia. Pero, en India, el gobierno está rebajando cada vez más su estatus a ciudadanos de segunda categoría. El futuro de India, parece ser, apunta hacia el modelo de mayoritarismo religioso de países como Pakistán, Israel o Irán.
Pagos digitales entre pobreza extrema
Respiro aliviado. Hacía tiempo que no viajaba en un metro tan tranquilo, cómodo y limpio. Cuando salimos al andén, mis amigos pagan unas botellas de agua mediante una aplicación del móvil. Veo que los otros pasajeros tampoco utilizan efectivo. La estación es tan silenciosa como la de una ciudad escandinava. Cuando salimos al exterior, sin embargo, vuelvo a escuchar el ruido de miles de cláxones. Una montaña de basura se acumula en la entrada de la estación. Bajo un puente, veo una escena demasiado frecuente: una familia con niños de pocos años, de ropa ennegrecida y rota, vive allí debajo acampada. En Delhi, la realidad puede cambiar radicalmente en pocos minutos de diferencia.
Es fácil caricaturizar India cuando uno se encuentra con estas dos realidades. Desde Occidente, todavía hay mucha gente que ve el país como un agujero de pobreza, castas, suciedad y espiritualidad paralizante. Pero hay una caricatura contraria: la del nacionalismo hindú, que considera que India es una potencia imparable a la cual le falta poco para estar desarrollada cómo China. Las dos visiones son falsas.
India no es un país estancado en el pasado. En los últimos años, tanto la economía como la administración han vivido una modernización importantísima. El gobierno ha conseguido promover un sistema de pago digital con códigos QR, utilizado por 1 de cada 5 indios, en un país donde predomina la economía informal y el efectivo. Esto permite que el gobierno pueda recaudar más impuestos y más gente pueda recibir préstamos, cuando antes quizás ni tenían cuenta bancaria. El sector digital de India cada vez es más potente y busca exportar su tecnología al resto del Sur Global.
Esta revolución digital se ha combinado con la construcción de grandes y modernas infraestructuras. El metro de Delhi o los trenes en los que viajé eran cómodos y modernos. Buena parte de las autopistas y carreteras estaban en buen estado. Otra cosa son los conductores: la actividad más peligrosa que puedes hacer en India es, seguramente, viajar en vehículo privado. Ciudades como Delhi son totalmente hostiles a los peatones. El aire que se respira es mortal: 83 de las 100 grandes ciudades más contaminadas del mundo están en India. Escenas como las omnipresentes vacas comiendo de montañas de basura se repiten incluso en la capital. He tomado muchas veces comida callejera en China o el Sudeste Asiático, pero el riesgo sanitario de hacerlo en India todavía es demasiado alto. Donde me adentré de manera entusiasta fue en las librerías: la producción intelectual y literaria del país es una de las más estimulantes del mundo.
Quizás el símbolo que más enfría un optimismo excesivo son las familias viviendo en la calle con las que empezaba el texto. El gobierno dice que ha eliminado la pobreza extrema. Pero si comparo con China, otro país que dice que la ha casi erradicado, las escenas de miseria son mucho más frecuentes en India. El PIB per cápita de India es todavía similar al de Costa de Marfil o Nicaragua. El de China es cinco veces más grande. El de la Unión Europea, quince veces. A India todavía le queda mucho camino por recorrer.